Lo veo ahora, patente, el capitán borracho, como toda su oficialidad y el bigotudo patrón de la embarcación vecina, con su gesto adusto por el vino malo y la risa furiosa de los presentes mientras relataban nuestra odisea: son unos tigres, oye; y seguro que ahora están en tu barco, ya lo verás en altamar. Esta frase o una parecida tiene que haber deslizado el capitán a su colega y amigo. Pero nosotros no sabíamos nada, faltaba sólo una hora para que zarpara el barco y estábamos perfectamente instalados, cubiertos totalmente por una tonelada de perfumados melones, comiendo a tres carrillos. Conversábamos sobre lo gaucho que eran los “maringotes” ya que con la complicidad de uno de ellos habíamos podido subir y escondernos en tan seguro lugar, cuando oímos la voz airada y un par de bigotes, que se nos antojaron mayores, en aquel momentos emergieron de quién sabe de qué ignoto lugar sumiéndonos en una confusión espantosa. La larga hilera de cáscara de melón perfectamente pulida flotaban en fila india sobre el mar tranquilo. Lo demás fue ignominioso. Después nos decía el marinero - yo lo hubiera desorientado, muchachos, pero vio los melones y al tiro inició una p. que no se salvó la madre ni se su hijo, creo tiene un vino malo el capitán, muchachos - Y después (como con vergüenza)... - ¡no hubieran comido tanto melón muchachos!
Uno de nuestros viejos compañeros del San Antonio, resumió toda su brillante filosofía en esta galana frase: - Compañeros, están a la hueva de puros huevones ¿por qué no se dejan de huevadas y se van a su huevona tierra? Y algo así hicimos: tomamos los bártulos y partimos rumbo a Chuquicamata, la famosa mina de cobre.
Pero no era una sola jornada. Hubo un paréntesis de un día en el cual fuimos despedidos como corresponde por los entusiastas marineros báquicos.
Tumbados bajo la sombra magra de dos postes de luz, al principio del árido camino que conduce a los yacimientos, pasamos buena parte del día intercambiando algún grito de poste a poste, hasta que se dibujó en el camino la silueta asmática del camioncito que nos llevó hasta la mitad del recorrido, un pueblo llamado Baquedano.
Allí nos hicimos amigos de un matrimonio de obreros chilenos que eran comunistas. A la luz de una vela con que nos alumbrábamos para cebar el mate y comer un pedazo de pan y queso, las facciones contraídas del obrero ponían una nota misteriosa y trágica, en su idioma sencillo y expresivo contaba de sus tres meses en la cárcel, de la mujer hambrienta que lo seguía con ejemplar lealtad, de sus hijos, dejados en la casa de un piadoso vecino, de su infructuoso peregrinar en busca de trabajo, de los compañeros misteriosamente desaparecidos, de los que se cuentan que fueron fondeados en el mar. El matrimonio aterido, en la noche del desierto, acurrucado uno contra el otro, era una viva representación del proletariado de cualquier parte del mundo. No tenía ni una mísera manta con que taparse, de modo que le dimos una de las nuestras y en la otra nos arropamos como pudimos Alberto y yo. Fue esa una de las veces en que he pasado más frío, pero también, en la que me sentí un poco más hermanado con ésta, para mí, extraña especie humana.
A las 8 de la mañana conseguimos el camión que nos llevara hasta el pueblo de Chuquicamata y nos separamos del matrimonio que estaba por ir a las minas de azufre de la cordillera; allí donde el clima es tan malo y las condiciones de vida son tan penosas que no se exige carnet de trabajo ni se le pregunta a nadie cuáles son sus ideas políticas. Lo único que cuenta es el entusiasmo con que el obrero vaya a arruinar su vida a cambio de las migajas que le permiten la subsistencia.
A pesar de que se había perdido la desvaída silueta de la pareja en la distancia que nos separaba, veíamos todavía la cara extrañamente decidida del hombre y recordábamos su ingenua invitación: - vengan camaradas, comamos juntos, vengan, yo también soy atorrante -, con que nos mostraba en el fondo su desprecio por el parasitismo que veía en nuestro vagar sin rumbo.
Realmente apena que se tomen medidas de represión para las personas como ésta. Dejando de lado el peligro que puede ser o no para la vida sana de una colectividad, “el gusano comunista”, que había hecho eclosión en él, no era nada más que un natural anhelo de algo mejor, una protesta contra el hambre inveterada traducida en el amor a esa doctrina extraña cuya esencia no podría nunca comprender, pero cuya traducción: “pan para el pobre” eran palabras que estaban a su alcance, más aún, que llenaban su existencia.
Y aquí los amos, los rubios y eficaces administradores impertinentes que nos decían en su media lengua: - esto no es una ciudad turística, les daré una guía que les muestre las instalaciones en media hora y después harán el favor de no molestarnos más, porque tenemos mucho trabajo. La huelga se venía encima. Y el guía, el perro fiel de los amos yanquis: “ Gringos imbéciles, pierden miles de pesos diarios en una huelga, por negarse a dar unos centavos más a un pobre obrero, cuando suba mi general Ibáñez esto se va a acabar”. Y un capataz poeta “esas son las famosas gradas que permiten el aprovechamiento total del mineral de cobre, mucha gente como ustedes me preguntan muchas cosas técnicas pero es raro que averiguen cuántas vidas ha costado, no puedo contestarle, pero muchas gracias por la pregunta, doctores”.
Eficacia fría y rencor impotente van mancomunados en la gran mina, unidos a pesar del odio por la necesidad común de vivir y especular de unos y de otros, veremos si algún día, algún minero tome un pico con placer y vaya a envenenar sus pulmones con consciente alegría. Dicen que allá, de donde viene la llamarada roja que deslumbra hoy al mundo, es así, eso dicen. Yo no sé.