En la ciudad no había muchas alegrías a finales de los años 80 para los que nunca hemos llevado una vida cómoda, a los otros, los de siempre, sólo les toco acomodarse un poquito y declararse civilistas y democráticos el día que los militares y la dictadura dejaron de ser útiles.
Ir 3 meses de vacaciones a Los Pozos de Herrera no era precisamente causado por el exceso de fondo a invertir para el turismo interno en la familia Benjamín Miranda y este pequeño e insoportable niño de ciudad -cabezón como un martillo- tenía evidentes problemas de adaptación.
La gente era distinta, la familia era distinta, el sol, la tierra, el aire, la rutina eran distintos. Conocí el sabor peculiar del fogón, me bañe en charco, escuché sobre la pomarrosa, el guarapo, la tepesa, el gavilán, el "ñaño" y la putita del pequeño pueblo, discutí, burlé y fui burlado, me creí la gran vaina y me bajaron de la nube, me jodí un dedo de la mano jugando beis (pero aprendí a jugar beis).
Fui testigo y cómplice de la mezcla maravillosa de barro, agua, paja y sudor, bejucos, palitos y pencas que hacían posible el calor de un hogar campesino cuando al menos la pobreza tenía nuestra identidad.
Viví. Aprendí, aunque no me daba cuenta.
Era la casa de siempre sobre la lomita, la de la maestra. Tía Dilcia está enferma, no se puede hacer nada dijo el médico. No sé que más decir.
¿Es coherente declararse marxista y esperar un milagro?
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